Charlas de cocina /   Charlas de café

     I

 

 

      Comentábamos en la cocina, el otro día, algo acerca del desorden, de las declaraciones importantes de principios, como los derechos del hombre o el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Salió en la discusión, pillada aquí y allá y compuesta de mil y un retazos, en todo semejante a esas colchas que tanto son del gusto de los norteamericanos, mezclada con la conferencia de Bandung de 1955 (mi hija es una experta en Historia), Salió, dijo, algo de otra índole que nada tiene que ver con la alta política, pero sí con el Catecismo. Salieron las potencias del alma: Memoria, entendimiento y voluntad.

      Sería hermoso que pudiera yo aquí reproducir todos los meandros de aquella sinuosa conversación, en la que además se infiltra, quién sabe cómo, la teoría de la Literatura y eso de si la palabra permite expresar lo abstracto o ella misma puede volverse abstracto y, aún así, permanecer como palabra y como comunicación. En esto, Lucía, la pintora del grupo, que permanecía más o menos silenciosa, seguía, y se le notaba en el gesto preocupado, los propios meandros de su pensamiento. Seguro que estaba debatiendo consigo misma hasta qué punto la pintura puede llegar a ser abstracción. Pero la conversación se enredó y no siguió por ese camino apenas sugerido que Lucía parecía proponer, sobre si la materia ya es un soporte suficientemente concreto para que la abstracción quede suspendida o, al menos, no alcanzada en su totalidad. Se mezcló también el curso hacia la música, pero un chiste, que no recuerdo, interrumpió esa vía. De allí derivamos, insensiblemente, hacia la interpretación. Interpretación dela historia, interpretación de la realidad, interpretación del texto y nuestra conversación llegó a la conclusión definitiva de que no hay otro camino, ante cualquier propuesta, por simple que aparezca, que tomar la vía de la reflexión y la interpretación.

      De esta conclusión es desde donde podemos volver al sentido del orden que inició la charla, al significado político dela conferencia de Bandung de 1955 ya las potencias del alma.

      Me quejaba yo a mi hija del desorden manifiesto que reina en el cuarto de baño que comparten ella y su hermano. También le reprochaba que la noche anterior hubiera llegado a la una de la mañana sin avisar.

      - Cuando me acordé de que debía llamar, no llevaba suelto. Luego, no me di cuenta de que se hacía tan tarde. Se me olvidó por un rato el propósito de llamar. Cuando ya tenía monedas, miré el reloj, eran las doce y media y pensé: ya se han acostado. Lo del baño es que, yo quité mis cosas de en medio, pero mi hermano dejó las suyas. Luego, volví a dejar una prenda, porque quería acordarme de lavarla y allí está porque no he tenido tiempo aún.

      - Pero, al ver que todo sigue igual, tu hermano ya ha añadido cosas a los enredos que allí había. Lucía seguro que no limpia desde hace semanas.

      - No, yo sí, él limpió. Es verdad que no a fondo, porque perdería mucho tiempo quitando las cosas amontonadas. Desde luego, me facilitarían el trabajo si dejaran recogido.

      - Estamos de acuerdo -dije yo- así es. Desorden llama a desorden. Como la violencia engendra violencia.

      - No sé si eso es totalmente así, porque a veces las declaraciones de paz, de orden y los buenos propósitos recogidos en esos documentos que los políticos redactan en conferencias internacionales, no producen el efecto correspondiente; que el orden llame al orden y la paz a la paz.

      - ¿Te acuerdas de las potencias del alma?

      - ¿Qué es eso?

      - Pues eso es algo que aprenderíamos en tiempos en las clases de religión; las potencias del alma, las virtudes teológicas. Cosas así.

      - No me suenan de nada. Nunca he oído hablar de ellas en esos términos.

      - No sé para qué hacéis ahora tantos años de clases de religión y de catequesis, para no saber eso que, aceptable o no, puede ser una forma de expresión de una filosofía. De un modo de nombrar las cosas, para saber qué son o cómo son o, al menos, intentar acercarse un poco al sentido profundo de qué somos y dónde estamos. No tiene nada que ver con la creencia o con la fe o con la adscripción a una determinada confesión. A lo que me refiero es a que Memoria, Entendimiento y Voluntad son los instrumentos que tiene el hombre, y es una convención darles ese nombre, para saber cuáles son los medios con qué actuar en la vida. Sea para lavarse los dientes, ordenar el cuarto de baño o negociar una paz. En definitiva, son los instrumentos que tiene para alcanzar la felicidad, aquella que se expresa por medio de las virtudes teológicas: Fe, Esperanza y Amor.

      - No sé qué quieres decir con todo eso. Las cosas pueden olvidarse. Y si las olvidas, pues las has olvidado y de nada sirven. A veces, la memoria te juega malas pasadas, como a mí ayer, que me olvidé de llamar.

      - Ya lo sé. Pero insisto, sólo tenemos esos tres instrumentos, que no son pocos. La memoria sirve para recordar, efectivamente. Pero no se tiene memoria, si no se ejercita y si además no se presta atención. Es decir, de aquello que pasa a nuestro lado y ni siquiera lo vemos o lo percibimos, nunca tendremos memoria. De manera que para tener memoria, hay que estar atento. Hay que prestar atención.

      - Sí, bueno, pero de qué sirve almacenar cosas en la memoria.

      - Bueno, es cierto, a ratos, puede ser un estorbo el tener la cabeza ocupada con datos, cifras, palabras, acontecimientos. Pero si nos hemos fijado, si retenemos en la memoria ya ello aplicamos el Entendimiento, es decir la capacidad de discernir, podremos eliminar de la memoria los datos que no sean importantes y olvidar tranquilamente y, además, podremos sacar conclusiones; es decir, tener experiencia a partir de los datos de la memoria. En ese momento, tampoco hay por qué recordar con minuciosidad qué sucedió exactamente o qué parte del discurso precedió a otra o quién estaba presente en tal o cual acción. Sólo habrá que recordar la consecuencia derivada del análisis de la memoria. Esa es la experiencia.

      - Ya tenemos la experiencia. La conclusión podríamos llamar.

      - Sí -dijo Lucía- la experiencia suena demasiado contundente e inamovible. ¿No?

      -Talvez. Una conclusión puede ser algo más transitorio, sujeto a reformulación, en el momento en que la vida nos proporcione otros datos y podamos, aplicando el entendimiento, llegar a una nueva conclusión.

      - Estamos de acuerdo. Dijoron a coro Maite y Lucía.

      Lucía añadió: Es cierto, las palabras a veces no dicen todo lo que quisiéramos decir y es incluso difícil ponerse de acuerdo en lo que cada cual entiende.

      - Por supuesto, el gran poder de la palabra es que es el único instrumento real de comunicación que tiene el ser humano, pero necesita de complementos. Pero sigamos por el otro asunto. Nos falta ver qué papel tienela Voluntad.

      - Ese sí que me resulta más conflictivo. La voluntad. ¿Qué es la voluntad?

      - Desde mi punto de vista -dije-, cuando se llega a una conclusión, en el proceso del que hablábamos, no queda más remedio que actuar de acuerdo con ella. Es decir, aplicar la voluntad a poner en práctica lo que la memoria nos informó, se convirtió en experiencia y nos llevó a una conclusión: aquello es bueno, malo o indiferente, y por tanto ya no podemos ignorarlo en nuestra actividad. Pongo por caso, tu memoria recuerda ocasiones en que no has llamado para avisar de que regresaste tarde. Tu memoria recuerda que, tras eso, hubo una discusión en que se te recriminó por tu actitud. Tú examinas tu memoria, aplicas tu atención a ello y no olvidas que no debes dejar de llamar para avisar. Llegas a la conclusión de que tu descubierto produce preocupación y malestar en otras personas. Así, pones la voluntad a funcionar y llamas. Lo mismo con el orden. Si tú mantienes el desorden, Lucía no puede limpiar a fondo. Memoria, entendimiento y voluntad son los tres instrumentos que nos permiten conocernos, conocer a los demás y actuar de modo correcto.

      - Sí. Y eso ¿cuándo hay que hacerlo?

      - Oh, es muy sencillo: a lo largo de toda la vida, para cada cosa, por insignificante que sea y con la clara conciencia de que múltiples veces llegamos a conclusiones erróneas y actuamos, voluntaria o involuntariamente, en contra de nuestras propias conclusiones. Por eso, el procedimiento consiste en un constante tejer y destejer.

      - ¡Qué cansancio!

      - Nadie dijo que vivir sea descansado.

      - ¿Crees, entonces que cuando los políticos hacen una declaración y luego se queda en nada es porque no se aplica la voluntad?

      - Es muy probable que la voluntad, que supone el paso a la acción ya una acción coherente, sea el punto más débil. Pero también puede falsear la memoria o aplicar mal el entendimiento. Ahí, pueden interferir las palabras y sus múltiples significados o su insuficiencia para significar.

      - ¿Cómo se falsa la memoria? Se puede olvidar o pasar por alto un detalle significativo. Se puede recordar de forma imperfecta, no sólo porque se formula con palabras poco adecuadas o imprecisas. Dijo Lucía.

      - Efectivamente, dije yo, es verdad que se puede emplear un lenguaje inadecuado, incluso cuando uno habla consigo mismo. Pero cuando digo que se puede falsear la memoria, me estoy refiriendo a otra cosa. No a olvidar o tergiversar por inadvertencia. Estoy pensando en intereses, sueños, deseos, ambiciones, indiferencias. Estoy hablando, tal vez, incluso de hipocresía. Cuántas veces no decimos lo que pensamos, sino aquello que el interlocutor espera oír. Aquello que queremos que oiga para que tenga buena imagen de nosotros mismos o para convencerle de que somos leales, sinceros, de fiar y no advierta que queremos utilizarle para lograr algo que deseamos. O simplemente, porque en nosotros hay un pequeño lado frívolo que se encandila con el brillo social o el prestigio y el valor que la sociedad concede a determinadas cosas como la belleza, el dinero o las prebendas...

      - Sí, - dijo Maite, algo harta de mi largo discurso- es posible que pongamos velos entre la memoria y el entendimiento, pero en el terreno de la responsabilidad que se tiene cuando se ocupa un cargo político, ahí no se puede uno poner velos. . Por otra parte, se supone que cuando se ponen a discutir sobre los derechos de los pueblos, sobre el medioambiente o sobre terrorismo o genocidios, es porque ya han hecho memoria, ya han visto los resultados de esos desastres naturales o provocados o cualquier otra cosa. y ya están allí sentados, dispuestos a poner orden en el caos.

      Dijo Lucía: Si no han hecho antes el examen, no han llegado a una conclusión, no llegarían a hacer un acto de voluntad como es el de sentarse a intentar ponerse de acuerdo.

      - Bien, en ese punto es posible que cada cual haya hecho examen de su memoria, haya llegado a sus conclusiones y tenga su voluntad de poner orden. Pero ¿todos coinciden en el examen de la memoria, todos han llegado a la misma conclusión, todos tienen el mismo grado de voluntad? Creo que siempre se interfieren cosas, incluso sin mala intención, incluso inconscientemente. En muchas ocasiones, interfiere el miedo, en otras interfiere el orgullo; la incapacidad para admitir los propios errores. Es muy duro, muy duro, decirse a uno mismo que se ha engañado o que se ha equivocado y menos en público. De ahí que el ejercicio de la voluntad, que supone el propósito de la enmienda, aun cuando se hagan actos externos de voluntad, termina en agua de borrajas. De todas maneras y permitidme una cita erudita que encontré por casualidad hace unos días, esto ya se decía en tiempos de Felipe II. Un tal Enrique Furió Ceriol, escribió un libro que se llamaba   «El Concejo i consejeros» en el que recomendaba que al gobernante le debe asistir un consejo para que se le acuerde de lo passado, entienda lo presente, provea en lo porvenir , y eso en 1559. Para mí que sus «comunicados» debieron en buena medida también quedarse en agua de borrajas.

      - ¡Caray!, pues sí que avanzamos despacio. Eso es cierto, cuántos comunicados oficiales, tienen tantos retoques, para no ofender, para no herir susceptibilidades, para encubrir intereses o para no cantar la gallina, que al final no dicen nada más que aquello de «a partir de ahora, todos vamos a ser muy bueno».

      - A eso hay que sumar, quitando todo asomo de recelo y de sospecha sobre las intenciones, que una vez llegados al punto de «vamos a ser buenos y portarnos bien», no se tenga muy claro cómo se es bueno. Dijo Maite.

      - En ese punto, tal vez lleguemos a las virtudes teológicas.

      - Y dale con el Catecismo, madre estás pesada con esa teología de medio pelo.

      - Bueno, es sólo un modo de hablar.

      - ¿Cómo es eso de las virtudes teológicas? -preguntó Lucía.

      - Como siempre, hay que explicar que fe, esperanza y amor, es como se llaman y cada cual entiende una cosa por eso.

      - Y tú, ¿qué entiendes?

      - No, decidme qué entendéis vosotras, yo me sé demasiadas respuestas de libro.

      - Hombre, yo entiendo por fe, creo en algo.

      - Sí, sea lo que sea.

      - Efectivamente. Es creer en algo y se puede creer en el dinero y en su poder, en la fuerza y ​​en su poder, en la fama y en su poder.

      - Pero, a eso yo no lo llamaría creer. Más bien ese sería un creer instrumental ¿no?

      - Sí, me parece que sí. Cuando digo fe y quiero decir creer en algo, creo que hay que poner algo así como tener una ideología. Es decir, tener un conjunto de valores, como la justicia, la tolerancia, la libertad, la igualdad, que serán valores colectivos y la sinceridad, la dignidad y el respeto que serán valores más bien individuales. De alguna manera, tener conciencia de que todo aquello que uno hace, siente, plantea, vive o sueña, repercute de algún modo en los demás, de manera que ha de estar regido por unos principios, por una ética que contaría con esos valores.

      - De todos modos, parece que creer es algo así como esperar. Quiero decir que cuando uno cree en algo, espera que se cumpla, que suceda. Un ejemplo de andar por casa -dijo Lucía- creo que me puede tocar la lotería, por ese juego, porque quiero que suceda y espero que suceda.

      - Eso está bien. Sí, yo también lo veo así. Si se cree en algo, se espera que sea así. Es decir, se tiene la esperanza. La esperanza, supone aplicar la voluntad de algún modo y también la creencia, y también el amor. Se pone de nuestra parte para que se cumpla lo que creemos y en lo que esperamos y se espera y se cree porque se ama.

      - Quieres decir que si yo quiero ser perfecto, si creo que debo serlo, debo tener la esperanza de serlo y además amar serlo y para ello poner en juego mi voluntad.

      - Sí, algo así. Si pensamos que algunas cosas están mal, sean propias o ajenas y creemos que deberían ser de otro modo, no podemos dejar de tener la esperanza de mudarlas a ese otro modo mejor, pero para eso hay que cargarse de amor, para soportar las derrotas, los retrocesos y los fracasos, cargarse de esperanza y no dejar de creer y eso sólo se consigue con la voluntad, que previamente se ha apoyado en el entendimiento y ha examinado la memoria. ¿Ves?

      - ¡Oh, Dios mío!, madre, a estas horas me he perdido del todo, un café y una magdalena no dan para tanto por la mañana.

      - Lo sé, yo ya estoy agotada. Pero no me dirás que no es buen tema para pensar en los ratos de autobús y de metro.

      - Desde luego, a mí esto me va a dar para mucho, mientras paso el aspirador.

      - ¡Cielos! las diez y media, estos desayunos filosóficos son terribles. Aplicamos la voluntad para levantarnos y ponernos a hacer algo de provecho.


                               

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