Cuestión de Tiempo

 

I

Arqueología

 

 

Si hay algo que tenga que ver con el paso del tiempo es, sin duda, la arqueología. Como tengo una hija que se dedica a esta ciencia, a mí me interesa todo aquello que se relaciona con el asunto. Aunque más bien no sé si la cosa es al revés.

Cerca de mi pueblo había una antigua ciudad fenicia que poseía un puerto fluvial. De ella, en una suave escalera que descendía hacia el río en la actualidad solo navegable en su último tramo, quedaban las cuadrículas de los muros de las viviendas y las lasas que en su día fueron el pavimento de las calles. Para mí, de niña, era un lugar mágico en el que jugar e imaginar cómo sería la ciudad y sus habitantes. Así que es probable que transmitiera sin hacerme consciente de ello un gran interés por las culturas y los vestigios del pasado.

Sin embargo, a pesar de mi afición por las piedras vetustas, nunca pretendí condicionar la vocación de mi hija. Ella manifestó de forma espontánea su vocación cuando apenas contaba catorce años y, desde entonces, siempre se ha dedicado a ello con entusiasmo y empeño, aunque en algunos momentos y como profesión ni fuera segura ni fuera rentable, muy al contrario.

Me temo que sin pretenderlo conseguí entusiasmarla por esa búsqueda e interpretación de las huellas del pasado. Si algo quise transmitirle con ahínco, no obstante, fue el interés por la danza. Yo me había quedado con las ganas de completar mi carrera de ballet clásico y danza española. Tras siete años de gran dedicación, mi madre me impidió continuar con aquello que era más que una profesión, pues yo no me lo planteaba de ese modo, un placer, un deseo, un modo de expresión. La danza era para mí, en aquella época en que tuve que abandonarla, un modo de soñar despierta. Era un reto que me permitía desafiar las leyes de la gravedad y volar, aunque fuera solo un instante, al lograr una pirueta. Era una manera de forzar los límites de la elasticidad del cuerpo en las contorsiones y estiramientos. Era, de alguna manera no formulada, dominar a la naturaleza. Me hacía sentirme poderosa, alada, ingrávida. Me dejaba llevar por la música y mi cuerpo se amoldaba a las melodías como una hoja que es llevada por el viento. El lastre del peso corporal desaparecía y me sentía como un espíritu que podía mimetizarse con los sonidos.

Quise transmitirle a mi hija el amor por la danza y solo conseguí que la odiara, que se aburriera como un hongo en las clases de barra y ejercicios de suelo y que me odiara a mí ya la maestra de danza por partes iguales.

Con el paso del tiempo, me di cuenta y tuve que aceptar que no se pueden cumplir los deseos propios en los demás, que no es posible quitarse las frustraciones empujando a los hijos a que hagan lo que ellos no quieren hacer y eso que en ningún caso carecía mi hija de dotes para la danza. Ella es ágil, graciosa de movimientos y tiene un gran sentido del ritmo. A los hijos, en realidad, se les puede legar el entusiasmo por aquello que de veras amamos y pudimos hacer con placer. Para mí ir a las ruinas fenicias era remontarme a un mundo mágico que estimulaba mi imaginación. Nunca me sentí frustrada y en mis viajes siempre he visitado lugares arqueológicos y, como cuando era niña, he tratado de imaginar cómo sería la vida de las personas que se movieron por allí. Pero nunca me prohibieron ir a una excavación, ni me impidieron jugar en aquel lugar. Mi interés por las huellas del pasado no iba más lejos, ni va. Mi interés por la danza era otra cosa muy distinta y sí, se vio frustrado y sin quererlo quise que mi hija llenara mi vacío. Un error. Menos mal que ella es feliz siendo arqueóloga.

 

 

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